En
los años ochenta fueron varias las voces que protestaron contra los planes del
gobierno de entonces – empujado por la cooperación de países con alto consumo
de cocaína – de impulsar el desarrollo alternativo en el trópico de Cochabamba
para sustituir las plantaciones de coca. Esas opiniones, consideradas
extravagantes en la época, se opusieron a que se auspicie la colonización de
las provincias Chapare y Carrasco a través de la construcción de caminos, redes
eléctricas y diversa infraestructura, en vez de invertir esos recursos en
desarrollar la zona rural del altiplano y los valles. A fines de los años
noventa se consolidó la destrucción al introducir en la región miles de cabezas
de ganado para implementar pasturas sustituyendo bosques de alta pluviosidad en
frágiles ecosistemas.
Hoy
el resultado de todas estas acciones desarrollistas nos demuestra un fracaso
múltiple. No sólo se afectó al medio ambiente rompiendo el frágil equilibrio de
un bosque húmedo que compromete la estabilidad de la región, sino que se
dinamizó el cultivo de coca alejando la posibilidad de sustituirlo, además de arraigar
en los beneficiarios del desarrollo alternativo una cultura de colonización
expansionista. Del derroche también se aprovecharon los organismos extranjeros
de cooperación que enviaron “expertos” a aprender, cobrando abultados salarios
a cuenta del erario nacional. O sea que destruimos el bosque, fomentamos la
expansión del cultivo de coca, hicimos de la colonización un vicio y endeudamos
más al país.
No
se requerían grandes economistas para vaticinar esos resultados, mucho más si
no se veía ni a largo plazo la posibilidad de levantar la interdicción al
consumo de cocaína. Lo correcto hubiera sido impedir el asentamiento de
poblaciones en la región dotándolas de todo lo necesario en sus lugares de
origen para evitar su migración. Pero hoy los cuervos ya están volando y en
muchos lugares rurales de tierras bajas se repite la expulsión de poblaciones
originarias por colonos nacionales llamados interculturales, que representan
sólo a dos culturas y desprecian a las demás, en la misma línea de los “progresistas” que siempre se burlaron de la
pluriculturalidad.
Su
expansión destruye los bosques sin resultados tangibles a través de una
actividad rural inmersa en un círculo vicioso: no rinde económicamente lo
suficiente para que permanezca en su parcela todo el tiempo, pero al no
permanecer en ella todo el tiempo su parcela no rinde lo suficiente. Un sistema
trashumante que complica la producción racional y competitiva de la agricultura
y la pecuaria y que es la razón básica por la que muchos proyectos fracasan
estancados en una actividad de subsistencia.
Tal
como en el pasado, al colonizador no le interesa la cultura del colonizado. Más
bien la considera retrógrada y cree que es su deber “civilizarlo”
incorporándolo a su sistema moderno de consumismo y acumulación. Yuracarés,
Guarayos, Mojeños, Chimanes, Ayoreos y otros grupos están hoy marginados,
alcoholizados y prostituidos por un sistema que mercantiliza todos los aspectos
de la vida y que no entiende la sabiduría de vivir en el bosque sin destruirlo.
Una
degradación fomentada por los gobiernos de ayer y de hoy azuzados por políticas
extractivistas de países extranjeros y por los partidarios locales del desarrollismo a cualquier costo.